EL ORIGEN DEL PERRO.
Hace entre 30 y 40 mil años, humanos y perros iniciaron uno de los procesos de convivencia entre especies más fascinantes de la historia de la evolución. Esta interacción fue tan determinante en términos de estrategias de subsistencia y establecimiento de vínculos que numerosos investigadores la han definido como un proceso de coevolución-es decir, un proceso de adaptación mutua entre especies condicionado por las influencias que cada una de ellas ejerce sobre la otra. Este proceso implicó diversas etapas funcionales, y quizás la primera de ellas es la que adquiere especial relevancia, cuando algunas poblaciones de lobos comienzan a convertirse genética y morfológicamente en perros, iniciando una nueva línea evolutiva en paralelo.
Pero, ¿por qué se produjo esto? ¿Cuándo ocurrió? ¿Dónde se inició? ¿Cómo empezó?
No son preguntas fáciles de responder, por lo que la investigación científica actual sobre el origen del perro incorpora equipos multidisciplinares e interdisciplinarios que van desde genetistas, cuyos estudios han sido claves para determinar la ascendencia de la especie, hasta paleontólogos y arqueólogos, que son quienes producen los datos y enmarcan los contextos.
Actualmente, existe un consenso científico general al considerar al lobo gris como el ancestro del perro. Ambos comparten un 99,8% de similitud genética, lo que ha llevado incluso a la Comisión Internacional de Nomenclatura Zoológica a clasificar al perro como una subespecie del lobo: Canis lupus familiaris. El último artículo publicado sobre ADN molecular supone un consenso entre más de 80 genetistas que, desde los años 90, habían estado realizando estudios por separado. En esta última publicación, se unen para confirmar la ascendencia del perro en el lobo y determinar que existieron al menos dos focos territoriales clave en la domesticación: uno, el más importante, en el Este asiático, y otro secundario en Europa Occidental y Oriente Próximo.
Con esta última publicación, sabemos, por tanto, cuál es el ancestro del perro y dónde se encuentran los puntos más importantes de dispersión, pero, ¿cuándo y cómo empezó este proceso?
El reloj molecular1 de los análisis genéticos y los fósiles de cánidos en los yacimientos arqueológicos coinciden en situar el inicio del proceso mucho antes de los tan repetidos 10.000 años, haciendo retroceder el punto de origen hasta al menos 40.000 años. El yacimiento belga de Goyet ha sido un punto de inflexión y debate en este sentido, ya que algunos de sus fósiles de lobo muestran cambios morfológicos en el cráneo con una cronología de más de 30.000 años. La reflexión aquí es que si a nivel fósil los zooarqueólogos somos capaces de ver cambios morfológicos en los huesos, los cambios en el comportamiento de estos lobos deberían haber empezado mucho antes. El genetista soviético Dmitri Beliayev, en su experimento de selección de individuos de zorro basado en la docilidad, demostró, entre otras muchas cosas, que los cambios fenotípicos vienen después de los cambios conductuales. Por tanto, todavía tenemos que rastrear el origen en un momento anterior, cuando los primeros individuos de la línea evolutiva de los perros todavía eran lobos, pero su forma de actuar ya había empezado a cambiar.
1 Procedimiento que se basa en la regularidad del proceso de mutación en regiones genéticas neutras a lo largo del tiempo. Cuando se detecta una mutación o divergencia entre especies a escala molecular, puede estimarse desde hace cuántas generaciones se produjo.
Pero, ¿por qué empezó a cambiar el comportamiento de los lobos? ¿Qué hicieron los lobos o los humanos para que se produjera este cambio?
La Zooarqueología y la Tafonomía nos indican que las actividades carroñeras de carnívoros en los asentamientos humanos fue una constante a lo largo de todo el Pleistoceno. En los yacimientos arqueológicos observamos habitualmente marcas de mordeduras de carnívoros (incluyendo lobos) en los huesos que conforman los “vertederos” en las áreas periféricas de los campamentos. Por eso, la hipótesis que genera mayor consenso entre la comunidad científica es que estos residuos atraerían a algunos lobos, que se irían acercando progresivamente para conseguir alimento de manera fácil y regular. Este nuevo comportamiento trófico sería muy rentable, ya que sólo deberían seguir a los grupos humanos por el territorio para obtener recursos, sin tener que dedicar constantemente el esfuerzo energético que implica la caza.
Estos acercamientos a los campamentos podrían haber empezado en momentos de ausencia humana o desempleo, para después (y de forma progresiva) desarrollar una mayor tolerancia a la presencia humana, hasta llegar a interactuar. Esto supuso un proceso largo, probablemente de miles de años, compuesto por múltiples fases funcionales. La primera de éstas podría incluirse dentro del comensalismo, donde una de las especies (el lobo) se beneficiaría de esta situación, mientras que la otra (el humano) ni se beneficiaría ni resultaría perjudicada, simplemente permitiendo que el proceso se produce. Poco a poco, las interacciones habrían evolucionado hacia un “egoísmo colaborativo”, en el que los lobos obtenían alimento fácil y los humanos se beneficiaban de algunas de sus características por desarrollar funciones concretas dentro de los grupos. Este escenario podría incluirse dentro del mutualismo, donde ambas especies se beneficiarían, colaborarían y finalmente mejorarían su eficacia biológica. A partir de aquí, empezaría un proceso exponencial de interacción y selección artificial que podemos llamar “domesticación”, pero que dejaremos para una segunda parte…
Con esta última publicación, sabemos, por tanto, cuál es el ancestro del perro y dónde se encuentran los puntos más importantes de dispersión, pero, ¿cuándo y cómo empezó este proceso?
El reloj molecular1 de los análisis genéticos y los fósiles de cánidos en los yacimientos arqueológicos coinciden en situar el inicio del proceso mucho antes de los tan repetidos 10.000 años, haciendo retroceder el punto de origen hasta al menos 40.000 años. El yacimiento belga de Goyet ha sido un punto de inflexión y debate en este sentido, ya que algunos de sus fósiles de lobo muestran cambios morfológicos en el cráneo con una cronología de más de 30.000 años. La reflexión aquí es que si a nivel fósil los zooarqueólogos somos capaces de ver cambios morfológicos en los huesos, los cambios en el comportamiento de estos lobos deberían haber empezado mucho antes. El genetista soviético Dmitri Beliayev, en su experimento de selección de individuos de zorro basado en la docilidad, demostró, entre otras muchas cosas, que los cambios fenotípicos vienen después de los cambios conductuales. Por tanto, todavía tenemos que rastrear el origen en un momento anterior, cuando los primeros individuos de la línea evolutiva de los perros todavía eran lobos, pero su forma de actuar ya había empezado a cambiar.
1 Procedimiento que se basa en la regularidad del proceso de mutación en regiones genéticas neutras a lo largo del tiempo. Cuando se detecta una mutación o divergencia entre especies a escala molecular, puede estimarse desde hace cuántas generaciones se produjo.
Pero, ¿por qué empezó a cambiar el comportamiento de los lobos? ¿Qué hicieron los lobos o los humanos para que se produjera este cambio?
La Zooarqueología y la Tafonomía nos indican que las actividades carroñeras de carnívoros en los asentamientos humanos fue una constante a lo largo de todo el Pleistoceno. En los yacimientos arqueológicos observamos habitualmente marcas de mordeduras de carnívoros (incluyendo lobos) en los huesos que conforman los “vertederos” en las áreas periféricas de los campamentos. Por eso, la hipótesis que genera mayor consenso entre la comunidad científica es que estos residuos atraerían a algunos lobos, que se irían acercando progresivamente para conseguir alimento de manera fácil y regular. Este nuevo comportamiento trófico sería muy rentable, ya que sólo deberían seguir a los grupos humanos por el territorio para obtener recursos, sin tener que dedicar constantemente el esfuerzo energético que implica la caza.
Estos acercamientos a los campamentos podrían haber empezado en momentos de ausencia humana o desempleo, para después (y de forma progresiva) desarrollar una mayor tolerancia a la presencia humana, hasta llegar a interactuar. Esto supuso un proceso largo, probablemente de miles de años, compuesto por múltiples fases funcionales. La primera de éstas podría incluirse dentro del comensalismo, donde una de las especies (el lobo) se beneficiaría de esta situación, mientras que la otra (el humano) ni se beneficiaría ni resultaría perjudicada, simplemente permitiendo que el proceso se produce. Poco a poco, las interacciones habrían evolucionado hacia un “egoísmo colaborativo”, en el que los lobos obtenían alimento fácil y los humanos se beneficiaban de algunas de sus características por desarrollar funciones concretas dentro de los grupos. Este escenario podría incluirse dentro del mutualismo, donde ambas especies se beneficiarían, colaborarían y finalmente mejorarían su eficacia biológica. A partir de aquí, empezaría un proceso exponencial de interacción y selección artificial que podemos llamar “domesticación”, pero que dejaremos para una segunda parte…
Ruth Blasco
Investigadora RyC de la Agencia Estatal de Investigación (AEI) del MCIN
Arqueóloga especializada en Zooarqueología y Tafonomía
IPHES-BÚSQUEDA, URV, Tarragona